Todo el mundo se quedó sorprendido cuando, en 2012, en la ceremonia
de entrega del premio “Harper Lee” que otorga el Simposium de Escritores de
Alabama apareció la propia Harper Lee. Ese año, la ganadora era Fannie Flagg,
autora de Tomates verdes fritos, ignorado
libro que, casi como el propio Matar a un
ruiseñor de Lee, fue engullido por la película. La sorpresa fue enorme
porque Harper Lee nunca había asistido a la ceremonia de “su” premio en sus
quince años de existencia. Pero allí estaba, supongo que reivindicando que ambas
forman parte de un tronco común: el sur de los blancos, el de la música negra y
los barrios segregados. En la foto se ve a dos mujeres que parecen no envidiar
nada del norte, que están orgullosas de sus cocinas, de sus modales, de no ser
competitivas, de sus familias grandes, de la solidaridad femenina, de sus
pamelas de paja y sus petos vaqueros, de sus jardines, de su ambigüedad sexual,
de sus pueblos pequeños, paletos incluso, sin grandes cosas que ver, como
mucho, alguna vieja gloria de la guerra.
Cuanto más pasa el tiempo, más las admiro. Son muy mujeres pero
no es nuestra femineidad latina, escudada en la belleza física, la languidez o lo
puramente doméstico. También están muy lejos del ideal de la mujer anglosajona:
fuerte, rápida y profesional. Estas son verdaderas damas que, después de cavar
una zanja, hacen un pastel de nuez de pacana y te cuentan un buena historia en el
balancín de su porche caluroso. Después de ver la noticia me acordé de una
tercera, otra regia dama del sur: Margaret Mitchell, de piel tan blanca y delicada
y ojos tan verdes como Scarlett O’Hara pero, parece ser, con la misma energía, orgullo
y reaños. Su aroma a flor de tabaco y algodón flotaba en el ambiente.