miércoles, 26 de marzo de 2014

Bécquer, el cursi.


      Lo que recuerdo de Bécquer es pura cursilería. Aquellos versos de poesía eres tú, y las golondrinas, y la pupila en la pupila…demasiado incluso para una adolescente. Recuerdo también su estatua en el parque de María Luisa de Sevilla, tan blanco, tan tartone, con aquellas mujeres medio desmayadas a sus pies… todo me sonaba muy caduco y eso que siempre me han gustado sus leyendas, góticas y misteriosas. Sus títulos me fascinaban y me siguen fascinando: El monte de las ánimas, Maese Pérez el organista, El rayo de luna, El miserere….pero ya está. De adulta y, con el tiempo, una conversa de la poesía, Bécquer no entraba en mis planes, ni de lejos. Pero ahora, que he crecido, también él ha crecido ante mis ojos. Hubo algunos signos que anticipaban la tormenta becqueriana. El primero durante un viaje a Soria, cuando recordé que Soria no es sólo Machado, que también él había estado allí y que se enamoró de su silencio y, sobre todo, cuando supe que, el poema por excelencia de Cernuda, Donde habite el olvido estaba inspirado en un verso de Bécquer. La genealogía se complicaba un poco más porque termina con Sabina que también tituló así (o casi) una canción que, como todas las suyas es, de todo, menos cursi. ¡Uhmmm!.

      Haciendo tiempo en una librería he ojeado, por casualidad, el libro de sus rimas y algunas me han entusiasmado. Rozando la cursilería, pero me entusiasman y lo que es peor, muchas me suenan a Machado, o mejor dicho, Machado suena muy a Bécquer. Me pongo a buscar y me encuentro con un poeta romántico a destiempo (porque el romanticismo había pasado ya hacía un buen rato) que fue, sobre todo, periodista político, editor, magnífico dibujante, mal casado que, encima, por temporadas, tenía que ejercer de padre soltero y que, parece ser no lo hacía nada mal. El “cursi” fue autor junto a su hermano de una sátira política contra Isabel II que es imposible ver sin sonrojarse de pura pornografía (Los Borbones en pelota) y en realidad estaba enfermo de sífilis, y no de tuberculosis como sus amigos intentaron hacer creer. Era un descreído que murió, a los 34 años, diciendo “todo mortal” y que escribió un poema bellísimo sobre la soledad de los muertos.  Su historia en el monasterio de Veruela con su hermano y los niños de ambos pasando una temporada para aliviar su mala salud me parece de película y me los puedo imaginar, al uno pintando, al otro escribiendo y a los niños, jugando en un claustro encantado. De repente, ya ni me acuerdo de la pupila en la pupila e, incluso, cuando he sabido que su libro de rimas lo tituló El libro de los gorriones. Colección de proyectos, argumentos, ideas y planes de temas diferentes que se concluirán, o no, según sople el viento me ha parecido una belleza.


(Gustavo Adolfo leyendo en el monasterio de Veruela. Dibujo de su hermano Valeriano Bécquer. BNE)


martes, 25 de marzo de 2014

what a wonderful world


      Forma parte de las bandas sonoras de los años ochenta y, sin embargo, esta canción facilona y pegadiza tenía ya veinte años cuando Peter Weir la convirtió en un himno. En un establo y a la luz de un candil, una pareja intenta arreglar un coche viejo y averiado. De repente, una chispa conecta y suena la radio. Algo más hace click en ese momento. Hace días que él no escucha música porque está protegido en una comunidad amish donde todo lo moderno es pecado. Pero, de golpe, reaparece su mundo y, además, a través de una canción que le entusiasma. Las risas, el canturreo, el baile y la tensión sexy y sexual de la escena son insuperables. Es la inocencia de una mujer, convertida, de repente, en una adolescente que nunca ha bailado. Es la ambigüedad y autocontrol de él que está ante una mujer-niña, toda ingenuidad, pero que sabe, perfectamente, que lo que siente en ese momento es puro deseo. Es la oscuridad de un establo lleno de paja donde una canción les ayuda a decirse algo que nunca se han dicho. Es la magia, literal, de la música que consigue abrir una línea de fuga de la realidad para, por un par de minutos, crear un mundo perfecto donde sólo están él y sus brazos. Ni siquiera la famosa vie en rose de Edith Piaf resume mejor ese instante de felicidad terrenal. El que mejor lo ha expresado es Sam Cooke cuya canción sonaba mientras los secretamente enamorados bailaban su torpe, pero intenso, baile prohibido: qué maravilloso sería el mundo si me quisieras. Y eso que, para ellos, era aún más difícil: qué maravilloso sería el mundo si pudiéramos querernos.