sábado, 27 de septiembre de 2014

las damas del sur


          Todo el mundo se quedó sorprendido cuando, en 2012, en la ceremonia de entrega del premio “Harper Lee” que otorga el Simposium de Escritores de Alabama apareció la propia Harper Lee. Ese año, la ganadora era Fannie Flagg, autora de Tomates verdes fritos, ignorado libro que, casi como el propio Matar a un ruiseñor de Lee, fue engullido por la película. La sorpresa fue enorme porque Harper Lee nunca había asistido a la ceremonia de “su” premio en sus quince años de existencia. Pero allí estaba, supongo que reivindicando que ambas forman parte de un tronco común: el sur de los blancos, el de la música negra y los barrios segregados. En la foto se ve a dos mujeres que parecen no envidiar nada del norte, que están orgullosas de sus cocinas, de sus modales, de no ser competitivas, de sus familias grandes, de la solidaridad femenina, de sus pamelas de paja y sus petos vaqueros, de sus jardines, de su ambigüedad sexual, de sus pueblos pequeños, paletos incluso, sin grandes cosas que ver, como mucho, alguna vieja gloria de la guerra.

           Cuanto más pasa el tiempo, más las admiro. Son muy mujeres pero no es nuestra femineidad latina, escudada en la belleza física, la languidez o lo puramente doméstico. También están muy lejos del ideal de la mujer anglosajona: fuerte, rápida y profesional. Estas son verdaderas damas que, después de cavar una zanja, hacen un pastel de nuez de pacana y te cuentan un buena historia en el balancín de su porche caluroso. Después de ver la noticia me acordé de una tercera, otra regia dama del sur: Margaret Mitchell, de piel tan blanca y delicada y ojos tan verdes como Scarlett O’Hara pero, parece ser, con la misma energía, orgullo y reaños. Su aroma a flor de tabaco y algodón flotaba en el ambiente.

martes, 9 de septiembre de 2014

las tardes doradas de la literatura inglesa


En esta dorada tarde
sin prisas nos deslizamos 
pues son bracitos pocos diestros
los que manejan los remos
pretendiendo, en vano, con sus manitas guiar nuestro vagabundeos
L.C

Mi admiración por lo inglés es casi ilimitada. No sé bien dónde radica el secreto de ese pueblo pero sospecho que es un equilibrio perfecto entre lo de fuera y lo de dentro. No conozco una nación más interesada por el mundo, más cosmopolita y, al mismo tiempo, más casera, más insular, más reconcentrada en lo suyo. Una cosa que me gusta especialmente son los detalles mínimos de su historia, que, en algún momento, se convierten en universales. Hay una de esas historias que me parece increíblemente british. La de Charles Dodgson, su colega el reverendo Duckworth y tres niñas de la familia Liddell: Lorina, Alice y Edith montados en un bote, remontando el río, una espléndida tarde de verano, preparados para una merienda campestre en los prados de Godstow, a pocas millas de Oxford. Dodgson en la proa, inventaba cuentos a las niñas y Duckworth, en popa, cantaba. Las niñas, a ratos, podían coger los remos. El cielo azul, sin nubes y el agua cristalina, como un espejo. Al desembarcar empezaba la merienda con té y bizcochos, los juegos y los cuentos. Todo perfectamente británico. El cómo un tímido y muy especial diácono de Oxford, profesor de matemáticas, tartamudo y superdotado fue capaz de inventar un cuento victoriano que parece más un acertijo lleno de enigmas es un misterio que solo puede pasar en Inglaterra. Pero ocurrió. La pequeña Alice se metía en la madriguera de un conejo blanco y se encontraba en un mundo de absurdos, disparates y paradojas lógicas que se convirtió en un mito literario. Así fue como el joven tutor de matemáticas, alto y siempre vestido de negro, fue capaz de convertir una perfecta y dorada tarde de verano inglés junto a un río en el universal país de las maravillas.
Manuscrito original de Alice’s Adventures 
Under Ground (British Library)