Forma parte de las bandas sonoras
de los años ochenta y, sin embargo, esta canción facilona y pegadiza tenía ya veinte
años cuando Peter Weir la convirtió en un himno. En un establo y a la luz de un
candil, una pareja intenta arreglar un coche viejo y averiado. De repente, una
chispa conecta y suena la radio. Algo más hace click en ese momento. Hace días que él no escucha música porque
está protegido en una comunidad amish donde
todo lo moderno es pecado. Pero, de golpe, reaparece su mundo y, además, a
través de una canción que le entusiasma. Las risas, el canturreo, el baile y la
tensión sexy y sexual de la escena son insuperables. Es la inocencia de una mujer,
convertida, de repente, en una adolescente que nunca ha bailado. Es la
ambigüedad y autocontrol de él que está ante una mujer-niña, toda ingenuidad,
pero que sabe, perfectamente, que lo que siente en ese momento es puro deseo. Es
la oscuridad de un establo lleno de paja donde una canción les ayuda a decirse algo
que nunca se han dicho. Es la magia, literal, de la música que consigue abrir una
línea de fuga de la realidad para, por un par de minutos, crear un mundo perfecto
donde sólo están él y sus brazos. Ni siquiera la famosa vie en rose de Edith Piaf resume mejor ese instante de felicidad
terrenal. El que mejor lo ha expresado es Sam Cooke cuya canción sonaba mientras los
secretamente enamorados bailaban su torpe, pero intenso, baile prohibido: qué maravilloso
sería el mundo si me quisieras. Y eso que, para ellos, era aún más difícil: qué
maravilloso sería el mundo si pudiéramos querernos.
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