Melquíades era un gitano honesto y corpulento que llegó a
Macondo casi con la fundación del pueblo. Era el líder de una familia de
gitanos que llegaba todas las primaveras anunciando los nuevos inventos y
novedades del mundo exterior debajo de un sombrero grande y negro como las alas
de un cuervo. Enseguida se hizo amigo del patriarca porque compartían la curiosidad
por el mundo, el amor por la magia y los milagros y la capacidad de asombro.
Pero Melquíades, sin embargo, mantenía la cordura y el sentido común. Le
advirtió de que las lupas no servían para hacer la guerra solar y los imanes
tampoco para desentrañar el oro de la tierra y se dio cuenta de que esa
imaginación desbordante había que canalizarla: le regaló un laboratorio de
alquimia. José Arcadio construyó un cuartito al final del corredor para montar
su laboratorio y en él se pasaba las horas muertas haciendo cálculos
astronómicos y buscando la piedra filosofal. Sus hijos siempre lo recordaron
así, en el cuartito del fondo, ajeno a ellos, enfrascado en sus aventuras incomprendidas
y en interminables monólogos.
Las
excentricidades no acabaron con el patriarca. El laboratorio lo heredó el
coronel y lo convirtió en un taller de platería para los tiempos en los que no
hacía la guerra; de él pasó a su sobrino Arcadio que, antes de convertirse en
el mayor tirano que tuvo nunca Macondo, pasó una etapa encerrado con Melquíades
escuchando sus chorreos que parecían encíclicas cantadas. Uno de sus hijos, el
gemelo José Arcadio, se refugió allí esperando a los soldados que venían a
detenerlo. Los soldados no lo vieron aunque estaba delante de sus ojos y gracias a eso sobrevivió el único
testigo de la mataza de obreros de la compañía bananera. Por último, el serio y
solitario Aureliano Babilonia que se recluyó en el cuarto devorado por los
escombros, porque estaba más a gusto entre los libros que entre la gente, hasta
que se enamoró de Amaranta Úrsula y dejó el cuartito para siempre.
Uno
tras otro, los Buendía que se volvían locos o que decidían retirarse del mundo
encontraban en el cuartito de Melquíades la paz y el silencio, pero sobre todo,
una llamada misteriosa e irreprimible por descifrar unos pergaminos que había
dejado escrito cuando ya era un ser legendario, casi invisible. Él, mientras,
seguía ahí, sentado en el alfeizar de la ventana viendo llegar a los nietos y
bisnietos de su amigo el patriarca, todos empecinados en comprender los
ininteligibles rollos de pergaminos. Pero no podían porque estaban en
sánscrito, su lengua materna, los versos pares cifrados con la clave privada
del emperador Augusto, y los impares con claves militares lacedemonias. Los
Buendía no lo sabían pero en ellos había escrito, hasta en sus detalles más triviales,
la historia de la familia, de Macondo y, casi, de todo un continente. Melquíades se
murió hace unos días, estaba viejo y enfermo. Murió sin decir cómo había sabido
la historia de los Buendía, ni dónde se fue Macondo después de ser centrifugado
por un huracán bíblico. Murió sabiendo
que lo que había escrito era irrepetible desde siempre y para siempre pero
antes de eso lo descifró para que, los que nos quedamos, simples mortales que
no somos Buendía, supiésemos la historia completa tal y como le fue revelada. Bendito seas Melquíades y, sobre todo, descansa en paz.
(Naipe que representa a Melquíades en el tarot de Macondo)