Ahora, muchos años después de las clases de latín, acabo de
descubrir dónde está su magia, y no es aquello que nos contaban de su estructura
lógica, es todo lo contrario: su ambigüedad. El misterio “latino” está en la posición final del verbo, en
sus conjunciones imprecisas, en las infinitas posibilidades de colocación de las
oraciones subordinadas, en las palabras, que juegan al escondite gracias a su
sistema flexivo y que irradian a derecha e izquierda y sólo son comprensibles a
partir del todo, en la falta de verbos modales, en términos que, cuanto más
frecuentes son, más significados tienen… todo es vago e indeterminado pero, justo por eso, se aferra a la idea fundamental y la
expresa con sencillez. Es imposible hablar de manera hueca o pedante, no se
puede desarrollar un discurso que no tenga un sentido concreto y revela
inteligencia. Nietzsche decía de él que el resto de las lenguas ni siquiera
podían desear lo que el latín consigue y si, a su estructura, le añadimos que
tuvo un Cicerón con su poderosa retórica y una prosa rítmica y perfecta y que,
a partir de él, la lengua se detiene y se vuelve inmortal porque
es muy romano eso de dejar modelos para la posteridad me vuelvo a rendir ante
ella. Definitivamente es la reina de las lenguas.
Wilfried Stroh (2013):
El latín ha muerto, ¡viva el
latín!. Ediciones del subsuelo
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